Se dejaba llevar por el agua, arriba, más adentro.
Zambullido en esa estampida de espuma y sal algo quedaba atrás, como un puerto desde un barco que se pierde en el horizonte llamado océano.
Algo se desprendía de él, lo abandonaba mientras dejaba a la mar hacer con su cuerpo.
Quizás fuesen los recuerdos, quizás fuese esa pena grande que habitaba en él, muy abajo, lejos de la superficie, tal como los abismos en la profundidad del oceáno.
Así llevaba su pena oculta. Silente. Pero para él era lo más real de todo. La cortejaba, le huía y también discutía con ella. Con esa fisura que se trepaba por su alma y le quitaba la respiración.
Ese abismo era la huella de uno de esos eventos telúricos apocalípticos que a veces le tocan a algunas vidas. Esos que mueven tu centro de gravedad y te quitan la razón para impulsar a los pulmones a dar la siguiente bocanada.
Y aunque sonase a todas luces vulgar, su pena no era más que mal de amor. Pero no cualquiera. Ese amor había calado hondo en su alma, moldeándola como el mar a las rocas y la había transformado convirtiéndolo en otro.
Con otro brillo, una nueva piel y una sonrisa capaz de abrir brechas en el destino.
Había entrado en ella y sus corrientes le habían llevado a nuevos destinos antes impensados.
Se había regocijado en el constante arrullo de sus risas, en el suave encuentro de sus labios y en el eterno vaivén de sus caderas. Había habitado en ella hasta saciar la imperiosa necesidad de ahogarse en su ser.
Solo respiraba ella. Solo deseaba ser en ella.
Y estaba lleno. Por una vez nada más pedía.
Pero las corrientes cambian y naufragan los deseos y ante todo, el alma humana es tan joven y caprichosa como los designios de la espuma sobre las olas.
Así el alma que lo habitaba, decidió emigrar lejos de él, montada en otras corrientes.
Y su alma quedó ahogada de dolor, se hundió profundo, cavando adentro de él, buscando algún lugar en si mismo que no estuviese lleno de ella. Fisuró y abrió su alma hasta lo más profundo.
Y ahora estaba ahí dejándose invadir de nuevo por otra presencia. Se sumergió en la danza de las olas. Se dejó ir, sin luchar. Ya no había nada por lo que dar la siguiente brazada, nada que valiera el esfuerzo de una nueva bocanada de aire.