martes, octubre 31, 2006

Creo. Sé. Siento.

Tomar un camino. Descender. Divagar. Sentarse a observar como el mundo fluye. Contemplar desde lo alto lo que sucede.

Desdoblarse y buscar lo que me he perdido. Los caminos que no recorrí. Los puntos ciegos en mi historia.

Ver desde cerca aquellas cosas que sí he retenido, aquello que conciente y persistentemente he buscado. Preguntarme si acerté al optar. Si mi voluntad era esta, si estoy siendo fiel a mi misma y a mi destino.

Preguntarme si estoy dejando escapar algo al retener lo que no es. ¿Cómo saberlo?

Ya no quiero forzar nada. Aprendí que no puedo forzar nada. Y también que no puedo esperar por siempre.

Creo. Sé. Siento. Hay alguien para cada persona. Hay un complemento.

Pero tanto camino recorrido, tantas esperanzas apagadas. A veces quisiera desistir. Duele.

Pero también es bueno, buscar, querer y entregarse a quienes te encuentras en esa búsqueda. A quienes, supongo, viven lo mismo que yo. El deseo de habitar en alguien que viva en ti como en su hogar.

Yo espero. Observo. Miro y saboreo.

Mientras sigo encontrando otras cosas, buenas, distintas.

Por eso mi mirada siempre escudriña, a veces a otros, a veces a mi misma. Analiza.

Alguna vez encontraré una mirada en la que me pierda, me hunda y me encuentre. Algunas vez escudriñando descubriré a alguien hecho de mi misma materia. Quizás está oculto. Quizás teme.

Quizás ya me acompaña y aún no lo sabe…

Estoy contemplando. Estoy esperando.

martes, octubre 24, 2006

Monotonía

Pablo busca en su bolsillo una moneda y se la tiende al niño. El niño la recibe y la observa. Luego agradece, con el “gracias, socito” de rigor.

Continua caminado, de vez en cuando su mirada sigue a algún transeúnte. Nada muy interesante, piensa.

A pesar de todas las cuadras avanzadas, nada parece tentador. Nada parece llamarle.

Todo es demasiado gris y homogéneo. Las razones para habitar la vida se diluyen en un instante de inquieta monotonía.

Se aferra a sus recuerdos, como un alcohólico al último sorbo de su vaso.

En ellos hay de dulce y agraz, pero siente la vida que en algún momento lo llamó.

Recuerda un cabello abundante sobre su rostro. Y al final del cabello, una mirada y unos labios que lo traían a la tierra con fuerza.

Paseaba su memoria por ese recuerdo, el cabello largo que cubría unos pechos, un beso largo escondido bajo ese manto, justo al medio.

Recordaba la nariz que se asomaba de ese mar de hebras infinitas. Esa nariz que hurgueteaba en su pecho y en su cuello. Recordaba la espalda en donde terminaba esa cascada de suavidad, la espalda que acariciaba, con besos. Que abrazaba. Que sentía el retumbar de su corazón.

Recordaba los sonidos que aparecían desde atrás de esa cortina. A veces, una risas fuertes, casi escandalosas; otras, solo palabras; las más, gemidos y jadeos.

Y al final de ese cabello, solo la vida y la belleza. Solo la paz de saberse encontrado por alguien que lo sostenía en el suelo, que le daba tierra. Que hacía dotar de sentido al fluir del tiempo.

Pero nada. Nada es para siempre. Y al final del cabello, del mar de hebras infinitas, había otro mar, un afluente de color carmesí, que súbitamente bañó toda esa dulce cortina, se entreabría y dejaba ver la carne, roja. Un golpe certero era todo lo necesario para soltarse de esas amarras infinitas. De esa suerte de grillete simulado.

Nada que hacer. Era imposible vivir en tanta monotonía. Ese cabello se había repetido demasiadas veces, con sus labios, sus olfateos y sus gemidos. Odiaba la monotonía. Había que darle color a la vida. Y allí estaban sus cabellos teñidos de rojo.

9 pisos

Subía al ascensor sin pensármelo mucho. Ya habíamos dado demasiadas vueltas como para ponerse nerviosos. Simplemente había que trepar por el edificio, los nueve pisos. La rosa en mi mano, los amigos cerca. Qué mejor razón para solo estar. Pero, mientras pasaban los nueve pisos, el tiempo me tendió una de sus trampas. Y escondido tras el reflejo de las espaldas de mis amigos, encontré un reflejo. Y dentro de ese reflejo hallé unos ojos.

Y, así, mientras el cuerpo trepaba los nueve pisos, me perdí en el temor.

Aquellos ojos sostenían mi mirada, develando. Me supe arrinconada, incapaz de liberarme de esos ojos que penetraban hasta el fondo de mí.

Busqué modos de huir, de evitar esa inquisición. Pero era inútil. El eterno ascenso solo me permitió rendirme.

Deje de luchar, y esos ojos entraron en mi. Supe de mis mayores temores. Supe de mis grandes placeres. Supe de mis dudas. Nada se escapaba de esa mirada. Todo lo sabía de mí. Todo lo quería. Deseaba.

El deseo solo llevaba a confrontar mis logros, mis derrotas, mis anhelos. Cuestionando todo aquello que hago y que soy. Preguntarme qué haces en este ascensor, ¿viviendo una segunda adolescencia? Y escuchar las risas estruendosas que esos ojos proferían.

Querer huir. Querer llorar. Y que nadie se diera cuenta. Estar allí, sosteniendo esa mirada sin que nadie pudiese ayudarme.

Estar sola frente a mí. Qué cruel viaje. Y eran solo nueve pisos.

Aliviada, sentir que la puerta se abre a mis espaldas. Y saber que puedo huir nuevamente. Que esa mirada no me hallará aún. Que esas preguntas pueden esperar. Que aún hay tiempo.