Vengo de casa de una amiga, donde compartimos una once cargada de estrógenos.
La misma casa en donde compartimos el sábado, una noche llena de risas.
Las mismas personas con las que me doy rienda suelta y me siento feliz, así sin peros.
Dentro de tanta trifulca emocional que ando trayendo, saber que hay un espacio, un refugio para dejarme ser deslenguada, gritona y también melancólica, es algo notable.
Poder hablar de lo humano, poder disfrutar de lo divino y llegar al medio para encontrarnos entre copas y goloseos, jugando hasta la madrugada, es una alegría. Una alegría que ha dado una de las notas más dulces de este año que se arranca. Ese espacio que ha sido uno de los más importantes este año.
Otro ha sido mi familia, mi Luna, habitada por una inconmensurable belleza que se cuela por entre sus poros. Mis hermanos.
Esos han sido mis espacios para ser, para descubrirme, para aprender, para reír y llorar. Lugares en los que cobijarme ante la pena y desde los cuales las palabras me lanzan para continuar pa`delante, haciéndole frente a mis tristezas endémicas.
Claro, porque estos lugares seguros, no tienen que ver con el asegurarse, sino que con el querer. Están más cerca del disfrutarse que del dejar ser. Coinciden más con aventurarse que con perdurar.
Así, codo a codo con sus risas, me voy nutriendo. Voy sintiéndome más valiente, con una retaguardia presta a alinearse si algo sale mal. Voy encontrando ideas para discutir, y crear esperanzas, encuentro consejos sensatos y sentimientos descabellados. Historias hilarantes y otras patéticamente vergonzosas...
Empiezo a rearmarme, en un lugar donde siento, que no necesito más que ser. Que con eso basta. Que no es poca cosa.
Todo encerrado en un tenue lazo.
Gracias.